Un día sí y el otro también seguimos contando los muertos (ya van 77 en lo que va de año, más 250 del 2020), mientras las autoridades continúan interviniendo laboratorios, allanando comercios, y destruyendo en patios y callejones las fábricas clandestinas de bebidas ilegales.
Y aunque hay mucha gente sometida a la justicia y a la espera de que se le conozca medidas de coerción, todavía no hay una sola persona sentenciada en los tribunales por el delito de fabricarlas, distribuirlas y venderlas, que según declaraciones de familiares, vecinos y amigos de las víctimas se expenden a la vista de todo el mundo, menos –claro está– de quienes debieron evitar que se convirtieran en armas mortales que han llevado luto, dolor y desesperación a decenas de hogares y familias a lo largo y ancho del país.
Es probable que desde el Ministerio Público se argumente que están trabajando en instrumentar expedientes acusatorios bien fundamentados, en la recolección de las pruebas, en los interrogatorios a los detenidos para tratar de identificar a los cabecillas del negocio, y patatín patatán; en resumen, que para garantizar que sean sancionados hay que hacer las cosas bien y eso toma tiempo.
Y es verdad, como también lo es que nadie quiere que por las prisas se escapen por los intersticios de la ley los responsables de todas esas muertes, demasiadas para que pasemos tranquilamente la página o cerremos los ojos ante la tragedia.
Pero los fabricantes, distribuidores y vendedores de esas bebidas, que deben ser tratados como criminales, llevan demasiada ventaja por culpa del descuido, la falta de vigilancia y supervisión de las mismas autoridades que andan de aquí para allá haciendo allanamientos, destruyendo fábricas clandestinas y cerrando empresas (no tan clandestinas) por vender alcohol ilegal.
Es por eso que la palabra paciencia resulta tan difícil de entender frente a la montaña de cadáveres que va dejando atrás su consumo.