Por: César Duvernay
La marcha del pasado sábado, convocada por el Instituto Duartiano, y donde cientos de personas caminaron por la calle El Conde para reclamar a la comunidad internacional acciones concretas frente a la peligrosa situación de Haití, fue una acción correcta, cívica, necesaria y legítima.
Lo que acontece al otro lado de la frontera, expresado en violencia, caos e ingobernabilidad, hace mucho que se salió de control, con el agravante de que las consecuencias las tenemos que pagar nosotros.
Por tanto, y al margen de quienes pretenden desnaturalizar lo acontecido bajo argumentos de supuesto odio y xenofobia, la realidad es que la del fin de semana no fue una marcha contra Haití ni contra los haitianos, sino en contra de la apatía de las grandes potencias y los organismos multilaterales que insisten en hacerse de la vista gorda ante un problema del cual son, en gran parte, responsables y/o culpables.
El presidente Abinader ha sido el principal abanderado de que no hay ni puede existir una solución dominicana al problema haitiano, y en tal sentido ha elevado su voz en todos los escenarios internacionales en que los que ha participado, llegando incluso a establecer sinergias con otras naciones del área para afrontar esas consecuencias.
Con la participación de todos los sectores, y al margen de banderías políticas, la denominada marcha patriótica, interpretó el llamado del pueblo dominicano para que, y en el entendido de que un cáncer no se cura con aspirinas, el liderazgo mundial pase de la retorica a la práctica e intervenga, así mismo, que intervenga a la atribulada nación y ponga el orden que allí tanto se necesita.